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martes

Solsticio

I.
Finalmente llegaron. Era un cobertizo destartalado donde dormían una vaca y un asno viejo y macilento. El entró primero. Tanteó en la penumbra con su bastón para asegurarse de que no hubiera alimañas en los rincones. Con una rama de palma barrió como pudo un pequeño espacio en el piso no lejos de las bestias, para aprovechar su tibieza. Extendió su manto sobre él y luego salió.
La silueta de ella se recortaba contra el cielo. Estaba quieta, mirando hacia arriba; parecía una niña que observa impávida el vuelo de un pájaro. Pero no había pájaros volando a aquella hora, sólo estrellas silenciosas.
Qué gorda se ha puesto, rió él para si, no sé cómo puede mantenerse en pie.
La tomó de una mano y ella salió de su ensimismamiento. Le sonrió y sus labios pronunciaron una palabra que él no escuchó bien. Últimamente sólo decía disparates.
La condujo lentamente, sorteando los peñascos, hasta la techumbre.
II.
El pastor tardó un rato en despertar. Cuando por fin se despejó y vio que todavía era de noche, se levantó de un salto. Enseguida comprobó con alivio que sus ovejas estaban allí, las tres. El perro seguía ladrando pero el pastor no descubrió ningún motivo de alarma. Intentó tranquilizarlo acariciándole el hocico y fue entonces cuando vio al extranjero. Estaba allí, frente a él, y el pastor se preguntó por qué no lo había visto antes.
No había mal en sus ojos, por lo que el pastor no sintió miedo. Le preguntó si podía ayudarle en algo, y el extranjero le respondió con un gesto que indicaba que debía seguirle. No tuvo tiempo de pensar, porque el perro y las ovejas escaparon a toda prisa tras el hombre, que se alejaba hacia la colina tan rápidamente como si volara. Una luz brillante se encendió a lo lejos.
III.
El camello se negaba a moverse. El astrólogo observó el firmamento y rehizo mentalmente sus cálculos. Estaba seguro de que debía tomar el sendero que se dirigía al pueblo, porque la estrella nueva se había movido hacia el poniente y estaba ahora en el punto más alto de los Gemelos. El sol, del otro lado de la tierra, estaría pronto entre el Arquero y Capricornio: era el solsticio. Tal vez el camello está cansado, se dijo. O quizás…No pudo concluir su siguiente razonamiento porque los ladridos de un perro rompieron la quietud de la noche.
El camello tembló, sobresaltado.
Detrás del perro un hombre corría. Parecía querer atrapar a tres ovejas que corrían también, enloquecidas.
El camello emitió un largo y extraño sonido. Es por allá, parecía decir.
Y comenzó a andar. Al astrólogo no le quedó más remedio que seguirle.
IV.
El niño mamaba con apetito, dulcemente. Ella abrió los ojos y vio llegar uno por uno a los visitantes. Pronto el pequeño ámbito se hizo aún más pequeño y ella notó que su esposo estaba inquieto. Buscó su mirada y le hizo saber, con una sonrisa, que todo estaba bien. El suspiró y se acercó como pudo, esquivando personas y bestias y puso sus labios sobre los de ella.
Entonces comenzó a escucharse una melodía que se acercaba. Una voz de mujer, cuerdas, panderetas.
Eran los músicos que llegaban.
Y con ellos los niños, los ancianos y toda la gente del pueblo que esa noche ya no dormiría.
V.
De pronto, se hizo el silencio. El niño abrió los ojos y de alguna parte una extranjera rubia, con ojos del color de la lavanda hizo su entrada. Todos se apartaron, sin saber por qué. Vestía un hábito blanco, que parecía resplandecer, y al andar dejaba oír un murmullo como el que hacen las aves al aletear. Abrió los brazos y en ese preciso instante un rayo partió en dos la noche y el tiempo. Todos cayeron a tierra, encandilados. Sólo la madre y el niño pudieron observar lo que sucedía.
Desde lo alto un haz de luz atravesó el mundo y un perfume de mirra llenó el espacio. La tierra tembló como nunca había temblado, los pájaros despertaron, los ríos se detuvieron.
Y el recién nacido soltó la más grande carcajada que ningún infante ha soltado nunca.
natividad piero della francesca detalle





Piero della Francesca.Natividad.(Detalle)

sábado

Tiempos posmodernos

La mañana avanzaba lentamente ese día de junio y las nubes grises y bajas que flotaban sobre la ciudad parecían haberse estacionado allí para siempre. El verano que comenzaba no parecía que fuese más o menos caliente que el de otros años, pero había menos bullicio en las calles. Al menos en esto, el curso del tiempo hacía sentir los cambios que producía.

Eladio tenía problemas para entender ese concepto tan básico y tan misterioso que llamamos Tiempo y siempre estaba haciéndose preguntas y proponiendo respuestas para aliviar la desazón que todo lo relacionado con esto le producía.
Era un hombre, por lo demás, alto, flaco y huesudo, con una cabeza como esculpida en piedra y una barba rala y negra. Tenía cuarenta y tantos años y estaba aquella mañana sentado en el parque leyendo  “Ser y Tiempo” de Heidegger, un libro que en nada se parece a los que suelen llevarse consigo cuando uno quiere pasar un rato al aire libre o disfrutar del clima benévolo. Eladio no podía, ni quería, disfrutar en absoluto. Había adoptado hacía mucho la postura de que la vida era algo difícil y terrible y que el disfrute era una pérdida de tiempo…sí, en la mayor parte de las cosas de Eladio el tiempo figuraba como protagonista.
Cerró  el libro, después de subrayar una frase junto a la cual escribió la palabra “crucial” y comenzó a andar hacia la puerta de salida. Llegó allí y se detuvo. Parecía como si estuviera tratando de recordar algo muy importante, su actitud era la de quien se detiene a reflexionar si no ha dejado en el lugar del que viene algún  paraguas olvidado. De hecho, Eladio dio media vuelta sin desplazarse demasiado y contempló la torre que dominaba el parque que estaba a punto de abandonar. Era la Tour Saint Jacques, en la que Pascal había realizado importantes experimentos y que en otra época formaba parte de una iglesia que desaforados parisinos habían quemado y demolido en la Revolución. Pero no era en Pascal ni en la Revolución en lo que pensaba Eladio, tampoco en el imaginario paraguas, desde luego. Pensaba en el tiempo. Y éste pasaba, mientras él le dedicaba sus pensamientos, sin parecer alterarse en absoluto.

- ¿Me puede decir Ud. qué hora es? – preguntó la joven.

Eladio tardó un largo momento en percatarse de que la pregunta estaba dirigida a él. Cuando al fin cayó en cuenta y mientras levantaba el brazo y dirigía una mirada automática a su reloj pulsera Longines, hizo una fugaz observación de la muchacha y sintió que algo en ella le resultaba familiar.

Era una mujer de unos veinticinco años, delgada, pequeña, con el cabello negro cortado à la garçon y una sonrisa fácil en su boca bien formada y juguetona. Iba vestida con un conjunto de primavera lila, zapatos blancos de buena calidad y llevaba al hombro una cartera de marca. Eladio pensó primero que era alguien que llevaba retraso para algún rendez vous pero tuvo que cambiar de opinión de improviso cuando la mujer continuó, al ver que al hombre le costaba responder a su solicitud:

- Se lo pregunto porque tiene usted aspecto de ser alguien con ideas precisas acerca del tiempo.

El gesto de la muñeca, la mirada y el Longines se cortaron en seco. Eladio abrió sus ojos negros hasta el máximo y observó de nuevo a la mujer, que parecía no querer otra cosa que ser observada por él.

- Me llamo Sofía- dijo.
- Yo soy Eladio- respondió él sin saber lo que hacía ni por qué.
- Le propongo que nos sentemos un momento a conversar.- replicó ella como en un juego de ping pong.

El señaló en plan zombie con el índice de su mano izquierda – era zurdo- el café que desplegaba sus mesas en la terraza del otro lado de la calle y ambos giraron la mirada hacia el semáforo. Cuando éste cambió a verde, Sofía y Eladio cruzaron la calle con pasos decididos y acompasados, como si fueran amigos de toda la vida, y llegaron hasta el Café Sarah Bernhardt, que en otra época fue lugar  de encuentro de gente de teatro y que actualmente es visitado principalmente por turistas durante el día y por el público del Chatelet durante las noches.

Después de ordenar y mirarse un rato sin atreverse a hacerlo demasiado directamente a los ojos los dos empezaron casi al unísono:

- No quisiera que usted pensara…

No. Ninguno pensaba del otro que fuera un oportunista en busca de algo turbio.

- Me dedico a la decoración- aclaró Sofía.
- Yo soy filósofo: me dedico al Tiempo – explicó Eladio.

Siguió un largo silencio.

- ¿Qué relación puede haber entre la filosofía del tiempo y la decoración? Ustedes son dos  delirantes. –

La voz que emitía estas palabras provenía de la mesa más cercana a la que ocupaban Sofía y Eladio y pertenecía a una anciana muy emperifollada que parecía haber interrumpido la lectura de un pequeño libro para dirigirse a ellos.

- Se lo diré yo.- prosiguió la señora sin esperar respuesta. Y les explicaré también que entiendo por “delirantes”, no quiero que piensen que utilizo la palabra a manera de insulto o de calificativo.

“Un calificativo es de cualquier manera” pensó Eladio para si.
-Se equivoca- dijo la anciana como si hubiera leído los pensamientos del filósofo. Puede ser, y es, un sustantivo. “Los delirantes” es el nombre que da el autor del libro que estoy leyendo a personas que están a mitad de camino entre la santidad y la locura.

Sofía y Eladio la observaban con las bocas más abiertas que de costumbre y cada uno de ellos se hizo una imagen de ella con los medios imaginativos con que contaba. Para Eladio se trataba de una anciana probablemente viuda, adinerada y aburrida que pertenecía a algún círculo esotérico o espiritista y que disfrutaba llamando la atención de la gente con la exhibición de supuestos poderes telepáticos. Para Sofía era una viejecita experimentada en cuestiones de amor que intentaba propagar su entusiasmo por la vida a quien quisiera oírla, a cambio de un poco de compañía que aliviara su soledad.
- No soy lo que ustedes piensan- prosiguió la mujer. Me llamo Eris Blackman y tengo ya setenta y cuatro años, aunque no los aparente. No suelo hablar con desconocidos y he tenido catorce amantes regulares, porque los irregulares no cuentan, son extras de mi película. Soy actriz y les invito a verme el jueves por la noche en una comedia en la que hago el papel protagónico. Espero que no pierdan la ocasión.

Con inesperada energía, la anciana se levantó, se acercó a la mesa de Sofía y Eladio y dejó en ella dos tickets que extrajo de su bolso. Con esto, una sonrisa y un ligero revoloteo desapareció del campo visual y se perdió en la multitud que recorría la acera en dirección a la entrada del Metro Chatelet.

Eladio miró su reloj de nuevo y anotó mentalmente que habían pasado siete minutos desde el momento en que abandonara el banco del parquecito. Se dijo que habían sido siete minutos repletos de acontecimientos y dejó en su cerebro una nota para pensar más tarde en la velocidad del Tiempo vacío en relación a la del Tiempo lleno.

- ¿Considera usted que tenemos algo de locos o algo de santos? Preguntó Sofía después de darle un diminuto sorbo a su café.

- Algo de ello tendremos todos de alguna manera- respondió Eladio sin pensar. Estaba sintiendo una curiosa sensación que le impedía centrarse en la pregunta que la chica le hacía. Experimentaba un ardor sexual repentino y no podía separar su mirada de los pechos de Sofía.
Esta no hizo ninguno de los gestos típicos de las mujeres que se saben observadas o deseadas, como arreglarse el escote o endurecer la mirada. Por el contrario, extendió las piernas con holgura hasta que una de ellas rozó ligeramente las de él, que de inmediato compuso su postura y se colocó en su silla como un escolar en su pupitre cuando hace su entrada el maestro.

Se sentía miserable y desarmado frente a aquella joven. Nada de lo que había estudiado sobre el Tiempo parecía servirle para iniciar una conversación con ella que tuviera algún futuro. Deseó que la tierra se lo tragara de inmediato o que estallara de pronto una tempestad. Ocurrió lo segundo.

Como si se tratara de una lluvia tropical que se desencadenara de improviso, gotas enormes y calientes en cantidad inimaginable para una ciudad tan organizada y civilizada como París comenzaron a caer sobre la mesa y sobre las cabezas de Sofía y Eladio. En cosa de segundos los dos estaban empapados y chorreando agua por todas partes. La gente corría a guarecerse bajo los aleros o en el interior de los locales y fue esto último lo que el hombre y la mujer, tomados sin saber por qué de la mano, hicieron en seguida.
Tiritando y riendo a la vez muy juntos al lado de la barra del Sarah Bernhardt pidieron un Armagnac y un Calvados y brindaron por su encuentro, por la lluvia, por Eris Blackman  y la santa locura. Era el día 30 de junio y sonaban en los Campanarios las doce en punto del mediodía.

- Son tiempos extraños- comentó un mesero a otro.
- Les temps de l’amour- agregó el interpelado citando el título de una canción de moda.

Aquella noche Sofía y Eladio durmieron juntos por primera vez.
Pero la historia no terminó allí. Apenas comenzaba. Con el tiempo se fue haciendo cada vez más intensa y significativa.

Continuará


viernes

TIBERIO o LA NAVIDAD del PODER


Foto: Luisa Elena Vidaurre


















ERAN TIEMPOS DE GUERRA, como los que vinieron antes y los que vendrían después: de las  guerras sólo se acuerdan los que perdieron en ellas a los suyos y los que en ellas ganaron prebendas, que tarde o temprano también se pierden.

Pocos recuerdan en efecto a Tiberio, quien fue al tiempo hijastro y yerno de César Augusto; nadie celebra su nacimiento ni su muerte.
Las pocas estatuas que quedan tienen casi todas la nariz partida.


Y es que Tiberio murió sin percatarse de que en una lejana provincia de su imperio sucedía algo que cambiaría la Historia de manera insospechada. Si viviera hoy, y fuera gobernante de nuevo, puede que tampoco se enterara de otra cosa que de las rencillas de palacio o de las conspiraciones de sus rivales políticos. Puede que para él, el mundo se limitara a lo que los augures pagados por él mismo decidieran mostrarle para conservar su puesto. Si fuera hoy un mandatario mundial, como lo fue en su tiempo, estaría convencido de que las cuestiones de Estado son las únicas cuestiones que existen y que tienen sentido.

Los que vivían en su reino y dependían de sus decisiones también pensaban que Roma era el mundo y que lo que ocurría fuera de Roma era insignificante. Si no se sabe en Roma es que sencillamente no existe, dirían aquellos ciudadanos, como dicen hoy algunos de aquello que no aparece en la televisión o no tiene repercusión a través de Internet.

Pero no estamos en el año 14 de nuestro calendario (el 767 de la fundación de Roma) cuando Tiberio obtuvo el poder supremo como emperador. Estamos en el 2010 de una cuenta que comienza para nosotros 14 años antes de eso, cuando un suceso que todavía muchos califican de legendario pasó completamente desapercibido para el poder y para los medios de comunicación de aquella época.

No vivimos en la Era de Tiberio.

Y no es descabellado pensar que dentro de otros dos mil años, si esta especie que llamamos humana continúa poblando este pequeño planeta mágico y hermoso, casi nadie recordará los nombres de quienes hoy se jactan de obtener el máximo centimetraje en los periódicos.

Porque nos acordamos de Keops por las pirámides que construyeron anónimos arquitectos; nos acordamos de una extravagante y sangrienta familia Medici por las obras de arte de quienes llamamos hoy renacentistas, y casi no sabemos otra cosa de Cleopatra, o de la Guerra de Troya, o del Mio Cid que las que nos contaron poetas pobres, ciegos o perseguidos por la justicia.

Aún así, no celebraremos tampoco el 2011 a partir del nacimiento de Shakespeare o de Homero.
  
Debemos el calendario, la civilización y la cultura de lo que llamamos Occidente (pero que rige al planeta entero) al  nacimiento de un niño que nunca fue coronado, que jamás escribió una línea y que nunca ganó una batalla. Pasó desapercibido para todos los Hit Parades y no figuró en récord de ninguna clase.

Ese niño se parece a nuestros propios niños y a nosotros mismos mucho más que a las estrellas de cine, a los ricos, famosos y poderosos, pero insistimos en pensar que el Mundo y la Historia dependen de lo que estos o aquellos dicen y hacen, de las guerras que emprenden, de los honores que obtienen o de la manera en que se ponen en ridículo. 
No hemos aprendido aún que la vida se nutre más de ínfimos actos de amor de pastorcillos ignorantes o de carpinteros errantes que de los Herodes de todos los tiempos. Tampoco de él nos acordaríamos si no fuera por los anónimos evangelistas oficiales o apócrifos.

Seguimos en tiempos de Tiberio.


Y la verdadera  Historia se produce ante nuestra vista, en nuestra propia época, pero no la vemos. Está tan cercana y tan “próxima”  como el más “prójimo” de nuestros semejantes.


Feliz Navidad
Pablo Brito Altamira